La cultura del
autorretrato
en su desarrollo
histórico
E. Mena García
Recibido:02.12.2019
Cómo citar este artículo:
Aceptado:21.05.2020
Mena García E., 2020. La cultura del autorretrato en su desarrollo histórico.
Publicado:20.12.2020
Inmaterial. Diseño, Arte y Sociedad, 5(10), pp. 39-67
Abstract
Te introspection of the self in the self-por-
trait includes a variety of meanings and typo-
logies in the universe of arts, a game that has
been taking place in painting for centuries.
Te portrait had a revulsion with the emer-
gence of photography, but the self-portrait
with the arrival of the Digital Era has increa-
sed exponentially, adapting the English term
selfie. An analysis in which this genre is in-
vestigated, which since the classical era with
the myth of Narcissus lays the foundations
of a certain ego and vanity linked to self-por-
trait. Whether in painting or photography, a
certain spiritual union is offered in this genre
as a mask that sometimes reveals the emo-
tional, transcends immortality, and obtains
even greater force with new technologies, gi-
ving priority to the mobile along with its ad-
vances in the camera digital with which to be
able to stop time and self-reflect as if it were
a mirror, in such widespread use by means of
the new supports that make us dominate the
composition.
Keywords: portrait, self-portrait, selfie, art, mirror.
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La cultura del autorretrato en su desarrollo histórico
Artículo original
Resumen
La introspección del propio yo en el autorre-
trato recoge variedad de significados y tipo-
logías en el universo de las artes, un juego
que en pintura lleva siglos realizándose. El
retrato tuvo con la irrupción de la fotogra-
fía un revulsivo, pero con la llegada de la era
digital el autorretrato se ha incrementado
exponencialmente, adaptando el término in-
glés “selfie”. La presente investigación ofrece
un análisis de este género, que desde la época
clásica sienta las bases, a partir del mito de
Narciso, de un cierto ego y vanidad ligados al
autorretrato. Ya sea en pintura o fotografía,
este género destaca por una idea de unión
espiritual a modo de máscara que desvela en
ocasiones lo emocional y transciende hacia la
inmortalidad. Con la aparición de los teléfo-
nos móviles, los avances en cámaras digitales
y, en general, las nuevas tecnologías, el auto-
rretrato obtiene aún mayor fuerza, pues estas
últimas nos permiten detener el tiempo y
autorreflejarnos como en un espejo, además
de que el uso tan extendido de los nuevos
soportes nos convierte en dominadores de la
composición.
Palabras clave: retrato, autorretrato, selfi, arte, espejo.
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1. Introducción
El autorretrato es un reconocimiento del propio autor erigido con fuerza
después del Medievo y cuyo giro antropológico concedido por el humanismo
mediante esa conciencia del yo se experimenta en un temprano despertar en
el Renacimiento, donde destaca el creador y se le valora, al mismo tiempo que
hacen aparición los espejos planos en toda Europa, un elemento importante
en nuestro análisis.
El retrato o autorretrato visual necesita de un momento intelectual, concien-
cia de identidad y especial atención a la personalidad. A finales del siglo XIX,
probablemente Van Gogh sufría los mismos dilemas y dificultades que sus
compañeros de profesión del Primer Renacimiento, como la de disponer de
un espejo adecuado para autorretratarse o el de plantearse el cromatismo
debido a la complejidad de su cabello pelirrojo, un trabajo de superación y
experimentación que le permitirá después “pintar las cabezas de todos los
hombres y mujeres” (Van Gogh, 2011, p. 302). Encontramos en las cartas que
dirige a su hermano Teo esas dudas ante la exploración de uno mismo. En
referencia a un autorretrato, en una de ellas le indica: “Hay que mirarlo duran-
te algún tiempo; espero que veas que mi fisonomía está muy calmada, aunque
la mirada sea más vaga que antes, a mi parecer” (Van Gogh, 2011, p. 376).
Momentos de sosiego y alivio autorrepresentados como efecto terapéutico
frente a los tormentosos e inestables últimos años de su vida.
Los autorretratos que afloran en el primer momento de la Edad Moderna
afrontan, según Moreno Vera (2011, p. 228), “nuevos retos sin necesidad de
decoro ni cuidado del cliente”. Al no tener un objetivo comercial, eran libres
ejercicios de técnica y experimentación.
Bredekamp (2017, p. 58) recoge los orígenes de la forma-yo —es decir, aque-
llas obras en las que el autor introduce su autoría en alguna parte de la obra—
y sitúa entre los primeros posibles autorretratos en pintura al de Hombre con
turbante rojo (1433), de Van Eyck, donde es tal la fuerza de la mirada que no
hay posibilidad de huir de ella, un aspecto específico en ese alarde de virtuo-
sismo. Pensemos en el triple retrato de Lorenzo Loto conocido como Retrato
triple de un orfebre o Tre visi (1530), titulado así por tres hermanos de Treviso
que se dedicaban a la joyería y próximos al pintor. Supuestamente, Loto lo
realizó con el fin de ensalzar el noble arte de la pintura frente a la escultura y la
discutida tridimensionalidad (Mihalic, 2018), algo que pudo influir, durante
el transcurso de la historia del arte, en otras obras como, por ejemplo, Triple
retrato de Carlos I (1635), de Anton van Dyck, o Retrato del cardenal Richelieu
(1642), de Philippe de Champaigne. El Renacimiento es sinónimo de inno-
vación, y así se refleja, en un avanzado Alto Renacimiento y unido al manieris-
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mo, en Parmigianino y su Autorretrato con espejo convexo (1524), un ingenio
de ilusión óptica extraordinario. El triple retrato o autorretrato no se presenta
como un tradicional tríptico, sino que recoge una prueba de ingenio y excelen-
cia técnica, la cual puede apreciarse en numerosos artistas y obras: entre ellas,
el Autorretrato de Johannes Gumpp (1646), el Autorretrato de Léon Spilliaert
(1908) y el Triple autorretrato de Norman Rockwell (1960). La fotografía
seguirá ese mismo juego, como vemos en el retrato que Philippe Morillon
hace en 1977 de Andy Warhol, que en la imagen aparece sosteniendo un triple
espejo y observándolo. No obstante, en este caso deberíamos hablar, más bien,
de un cuádruple retrato: el que nos presenta al Warhol real y los tres que lo
reflejan, aunque a efectos fotográficos los cuatro forman parte de esa atempo-
ralidad visual ficticia presente en la bidimensionalidad del papel.
2. El pasado del género
En relación con el concepto del autorretrato, se suele afirmar que lo primero
que hace el ser humano al levantarse por la mañana es mirarse al espejo, como
apreciamos en la obra de Berthe Morisot El espejo psiqué o El espejo de vestir
(1876), en el que descubrimos ese primer autoconocimiento del día de noso-
tros mismos al asearnos y vestirnos. Existe el otro espejo, el de la proximidad
con la muerte, recogido por Lukas Furtenagel en su Retrato de Hans Burgk-
mair y su esposa Anna (1529-1531), donde la pareja, que sostiene un espejo
convexo, se ve reflejada a modo de calaveras; o por el simbolista Arnold Böc-
klin y su Autorretrato acompañado de la muerte tocando el violín (1872). Un
mundo de espejos muy propio del Renacimiento flamenco como El cambista
y su mujer (1514), de Quinten Massys; El díptico de la Virgen con Maarten van
Nieuwenhove (1487), de Hans Memling; o El matrimonio Arnolfini (1434),
de Jan van Eyck, que recordará por ese reflejo del espejo del fondo al Auto-
rretrato en un espejo convexo de Parmigianino, o lo que más tarde Escher, con
su Autorretrato con espejo esférico, también llamado Mano con esfera reflectante
(1935), consigue que la imagen del espejo sea una transformación geométri-
ca de la imagen real, en ese plano real y reflejado.
El autorretrato en pintura es tan habitual a partir del tardogótico que pode-
mos encontrar a múltiples artistas que lo llevan a la práctica: Pedro Berru-
guete y Gioto di Bondone; más adelante, alcanzando el Renacimiento, Piero
della Francesca, Giovanni Bellini, Alberto Durero, Giorgione, Leonardo da
Vinci, Rafael, Andrea del Sarto, Tiziano, Tintoreto o el Greco; en el Barroco,
Diego Velázquez, Caravaggio, Gian Lorenzo Bernini, Rubens, Rembrandt,
Anton van Dyck, Jacob Jordaens, Lucas Jordán; etc.; con la llegada de los si-
glos XVIII y XIX y el surgimiento de movimientos neoclásicos y románticos,
José de Madrazo, Francisco de Goya, Mengs, Jacques-Louis David, Eugène
Delacroix, y prerrafaelistas como William Holman Hunt, John Everet Millais
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o Dante Gabriel Rosseti. Una Edad Moderna que comprende a aquellos
pintores del trecento o del Renacimiento primitivo hasta el siglo XIX, cuando
empezarán a producirse cambios sustanciales con la ruptura académica y la
aparición de la fotografía.
De acuerdo con Escohotado (2005, p. 62), se ha afirmado que el primer au-
torretrato en pintura sería del pintor francés Jean Fouquet, quien en 1450 lo
habría realizado en un pequeño medallón que hoy encontramos en el Louvre.
A este le siguen otros relevantes momentos en la historia, por ejemplo, la
fotografía de Robert Cornelius, quien se autorretrató en 1839, cuando tenía
treinta años, en su tienda de lámparas en Filadelfia (Rahman Jones, 2017),
o el primer autodesnudo, de la mano de la pintora estadounidense Florine
Stetheimer con su obra de 1915 Una modelo (Delgado, 2017).
Son instantes que permanecen e indagan en el alma al que representan. El
estudio historiográfico lo analiza y acompaña en la trascendencia desde una
doble perspectiva: por un lado, consciente de que nada se repetirá, pues la
vida es fugaz y finita (“memento mori”), y, por el otro, igual que relataba en
el siglo XV Jorge Manrique en Coplas por la muerte de su padre, “cualquier
tiempo pasado fue mejor”.
Retomamos de nuevo el elemento del espejo, ya que sin él no estaríamos
hablando de un género que supone uno de los pilares de la historia del arte
en tantas obras. El espejo en la historia se introduce de forma habitual como
mueble de hogar desde el siglo XVI, el cual ofrece ejemplos en la retratística
que estéticamente se vinculan con el juego del autor representado a sí mismo
(autorretratado) mientras retrata a otros como en Las meninas (1656) de
Velázquez, donde los reyes (Felipe IV y Mariana de Austria) contemplan
la escena reflejados por este elemento, situados frente al pintor y la escena
donde supuestamente entraría el espectador, a quien se involucra en estos
cruces de miradas, como así recuerda el que ejecuta Sofonisba Anguissola
con su maestro homenajeado en Bernardino Campi (1559), donde, a su vez,
ella misma se autorretrata elegantemente mirando al espectador como si este
fuera partícipe1.
1 Podríamos seguir citando, entre otras obras de pintura: Muchacha ante el espejo (1515), de Tiziano; La
Venus del espejo (1647-1651), de Velázquez; Filósofo sujetando un espejo (1652), de José de Ribera; Mujer
ante el espejo (1670), de Frans van Mieris; Mujer desnuda peinándose fente al espejo (1841), de Christo-
ffer Wilhelm Eckersberg; Un bar del Folies-Bergère (1882), de Manet; Mujer ante un espejo (1897), de
Toulouse-Lautrec; Marina en el sur (1897), de John William Waterhouse; Un vistazo pasajero (1900), de
Tomas Pollock Anshutz; Mujer en el espejo (1928), de David Muirhead; Mujer ante el espejo (1936), de
Paul Delvaux; o Retrato de Mister James (1937), de René Magrite.
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En ocasiones, este juego de miradas se adentra en la mitología griega del bello
Narciso, en cuyas aguas se ha reflejado a lo largo de la historia del arte. Lo
vemos, por ejemplo, en Caravaggio en 1599, Jan Cossiers en 1636, Placido
Costanzi en 1740 o John William Waterhouse en 1903.
Una historia de los espejos que, indica Fontcuberta, equivale a una historia
de la visión, de la conciencia y del conocimiento. Fontcuberta (2017, p. 92)
también asegura: “Los espejos facilitan la observación empírica, pero simul-
táneamente devienen ventanas a la imaginación y a lo ilusorio: traducen, en
definitiva, la insalvable contradicción de la naturaleza humana”.
Con la llegada del Renacimiento, recoge Lasso (2009, p. 80), el artista “salió del
anonimato tras ocuparse de su propio rostro, referencia ahora obligada en el es-
tudio del arte”. Ese reconocimiento del artista con la llegada del antropocentris-
mo lo ejemplificamos en el Autorretrato de Rafael Sanzio (véase fig. 1), el cual
forma parte de la colección de autorretratos de artistas de la Galería de los Uffizi
y presenta rasgos similares con el personaje que aparece en el extremo derecho
del fresco La escuela de Atenas (Estancia de la Signatura del Vaticano).
Fig. 1. Autorretrato de Rafael.
Galería de los Uffizi (Florencia),
1504-1506. Fuente: González,
A., 2003. Rafael, Los grandes
Genios del Arte. Milán: Biblioteca
El Mundo, p.94.
Un pintor que se autorrepresentó constantemente fue Rembrandt, a menudo
en el arte del grabado, desarrollado en Europa desde principios del siglo XV
en los Países Bajos, Alemania y Francia (Maltese, 1995, p. 235). Esta técnica
conoció entonces, con los maestros alemanes de principios del siglo XVI
como Durero y, en Italia, en la variante del “claroscuro” hasta la mitad de siglo,
un momento de indudable calidad. El tiempo no es inmóvil en Rembrandt,
y sus autorretratos son una auténtica biografía visual, en la que proliferó el
óleo; sin embargo, este artista también es conocido por sus grabados, sobre
todo a punta seca, buril y en aguafuerte, sin contar todos sus dibujos, que
fueron cientos. Tuvo predilección por los autorretratos, de los que más de
treinta son pinturas; veintiséis, aguafuertes, y doce, dibujos (Carrete, 2004, p.
29). Recuerda a otros prolíficos como Van Gogh, que hizo algo más de treinta
entre los años 1886-1889, como una introspección y desarrollo de sus capa-
cidades técnicas, lo cual, según afirma Lasso (2009, p. 86), podría haber sido
posible por su salvación particular, ya que en ellos se presenta sereno, con
“rostros apaciguados, que contrastaron con los periodos trágicos angustiantes
que soportó intensa e internamente”.
Los autorretratos de Rembrandt dieron lugar a varias tipologías, la primera
de las cuales surge del interés por el estudio de la expresión, la fisonomía y los
estados de ánimo sin preocuparse por el contexto. Un segundo tipo reflexio-
na acerca del propio papel de Rembrandt como artista, que se pinta vestido
con instrumentos de trabajo, y, por último, un tercer tipo, caracterizado por
los disfraces de trajes históricos e inspirado en la tradición de los retratos de
artistas célebres difundidos en las estampas a partir del siglo XVI (Carrete,
2004, p. 30)2.
Decía Simmel (1996, p. 46) que el retrato en Rembrandt une lo corporal y lo
anímico, pero es en sus autorretratos donde la “realidad exterior del modelo
viviente y la realidad dictada desde dentro del artista están en la conciencia
como unidad”. Por lo que indica Gombrich (2007, p. 60), “no es casual que
Rembrandt no dejara nunca de estudiar, durante toda su vida, su propio ros-
tro con todos sus cambios y humores”, lo que sirvió para agudizar la sensibili-
dad visual del artista frente al modelo.
Aunque el retrato y el autorretrato nacen de la misma mano, la percepción
visual cambia si afrontamos una mirada intrapersonal o lo hacemos con una
interpersonal. Tras la investigación sobre tipologías de retratos y autorretra-
2 Existen grandes grabadores que se autorretrataron, por ejemplo: Alberto Durero (1484), Rubens (1619),
su discípulo Van Dyck (1630), Goya (1799), el pionero en historietas satíricas William Hogarth (1825) o
la pintora expresionista Käthe Kollwitz Schmidt (1924).
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tos en Rembrandt, sabemos que el artista usó los mismos modelos en varias
ocasiones, a menudo recogiendo de sus grabados el prototipo de hombre
para afrontar grandes formatos al óleo de temática religiosa, profética, etc., de
los que sustrajo esa inherente alma de su rostro.
Fig. 2. Fragmento de Autorretrato
con camisa bordada, de
Rembrandt, Óleo/lienzo, 1640
(National Gallery de Londres).
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El autorretrato como reivindicación alcanza cierta consideración feminista y,
por consiguiente, de lucha. Son muchas las mujeres inquietas que impusieron
su pasión artística por encima del “establishment” de cada época: entre otras,
Sofonisba Anguissola, Artemisia Gentileschi, Berthe Morisot, Hilma af Klint,
Frida Kahlo, entre otras. Buscaron su reconocimiento autorretratándose, y
en el caso de Frida esta afirmaba que lo hacía por ser la persona que mejor
conocía, con representaciones de sus propias vivencias y emociones.
El tránsito del siglo XIX al XX está repleto de autorretratos (Van Gogh,
Gauguin, Modigliani, Cézanne, Degas, Sorolla, etc.) que reflejan las vanguar-
dias históricas que irán sumándose a este género consumado por Picasso,
Dalí o Miró, hasta alcanzar en España la Escuela de Vallecas y los grupos de la
primera mitad del siglo XX que estaban transformando el arte de vanguardia,
como Dau al Set y El Paso.
Desde finales del siglo XIX, el retrato en fotografía obtendrá fuerza y será
sobre todo París la ciudad que en un primer momento impulse este arte por
la cantidad de fotógrafos que viven en ella, aunque no será hasta bien entrado
el siglo XX cuando fotógrafos de la talla de Brassaï, llamado por Henry Miller
“el ojo de París” (Stepan, 2006, p. 52), empezarán a incursionar en este géne-
ro, si bien ya “a lo largo de 1840 los talleres de retratos se multiplicaron en las
grandes ciudades”, como ocurrió en Londres y los conocidos Beard y Claudet
(Sougez, 1999, p. 82).
Según Fontcuberta (2017, p.85), durante el siglo XIX los autorretratos
fotográficos están adscritos dentro de los patrones gráficos y pictóricos de
sus predecesores, por lo que podría decirse que la fotografía tiene ciertas
connotaciones pictóricas, y uno de los primeros autorretratos fotográficos
se atribuye al fotógrafo Hippolythe Bayard, que en 1840 se retrató posando
medio desnudo y ahogado como crítica hacia su competidor Louis Daguerre
(Ingledew, 2006, p. 39):
Clément Chéroux señala al pintor Edvard Munch como el precursor
del selfi cuando en 1908, convaleciente de una depresión en una
clínica de Copenhague, giró el aparato hacia sí mismo para ilustrar
su estado anímico.
[Fontcuberta, 2017, p. 85.]
Surgirán fotógrafos del retrato como Helmar Lerski, Curtis Moffat, Lisete
Model, Richard Avedon, Hugo Erfurth, Philippe Halsman, Berenice Abbot
o Diane Arbus, quien, además de retratarse a sí misma, lo hizo también a una
población olvidada en las urbes americanas (Sougez, 1999, pp. 405-408),
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motivo por el cual se la considera todavía hoy una fotógrafa de feaks o gente
extraña (Valencia, 2019). Mientras tanto, el fotoperiodismo y su conocida
fotografía humanista habían llegado (con exponentes como Édouard Boubat,
Willy Ronis, Robert Doisneau o Henri Cartier-Bresson), unida sobre todo a
Francia y a la incipiente cultura fotográfica de Alemania y Estados Unidos.
En este aspecto, la llegada de la digitalidad y la biografización sitúa sus ante-
cedentes y desarrollo entre los años cincuenta y sesenta del siglo XX gracias a
Russel Kirsch y su equipo (Baio, 2014), quienes, por medio de un escáner y
una computadora electrónica conocida por las siglas SEAC, crearon imágenes
digitales, la primera de ellas del propio hijo de Kirsch en 1957. Ese momento
en la historia de la fotografía puede ser entendido como la génesis del pos-
terior boom digital de la autorreferencia, que ya entonces se traducía en una
búsqueda por obtener más recursos para conocerse a uno mismo y ser reco-
nocido. Por tanto, podemos afirmar que es a raíz de la eclosión de la era digital
que existe una línea abierta sin precedentes, dada la representación continua
del individuo, dirigida a cierto autoconocimiento y análisis intrapersonal.
Decía Barthes (2002, pp. 77 y 191) que “los grandes retratistas son grandes
mitólogos”, en el sentido de la máscara como la temática más difícil de la
fotografía, donde la mirada parece retenida por algo interior, una mirada que
es “al mismo tiempo efecto de verdad y efecto de locura”.
Por ejemplo, John Deakin tuvo un gran éxito con sus retratos de artistas, en
los que obtenía una intensidad psicológica que asombró al propio Francis
Bacon, hasta el punto de que este empezó a recomendar a Deakin tras haber
visto el suyo. Deakin decía (citado por Stepan, 2006, p. 112): “Mis modelos
se convertían en mis víctimas. Pero me gustaría añadir que solo los rostros de
quienes escondían un demonio, cualquiera que sea su tamaño o naturaleza, se
dejaban victimizar”. Y, aunque intentó dedicarse a la fotografía de moda, no
pudo lograrlo por completo. Ese era un terreno propicio para mostrar a la vez
el lado estético y el lado humano de sus modelos, lo cual sí consiguió hacer el
fotógrafo estadounidense Irving Penn, que trabajó para Vogue y otras revistas
sin perder el elemento artístico y experimentando con el desnudo. Otro fotó-
grafo destacado en la época que siguió su misma estela fue Helmut Newton,
quien también pasó por varias firmas de moda a lo largo de los años.
En cuanto a fotógrafas mujeres, en los años sesenta del siglo XX Cindy Sher-
man fue pionera en explicitar mediante sus retratos el rechazo ante los roles o
estereotipos femeninos y la problemática de la sociedad mediática, y lo hizo
utilizándose a sí misma, pero no como autorretrato al uso, sino como vehí-
culo o transmisora de una crítica hacia los patrones marcados y el cuestiona-
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miento de la propia creación o naturaleza del arte (Stepan, 2006). Coetáneo
y atrevido como Sherman, Yasumasa Morimura también incursionó en el
autorretrato, en su caso a modo de pin-up, con un estilo sensual y vintage,
como el de Autorretrato (actriz) o Marilyn en rojo (1966), durante el proceso
del cual transformó su propio sexo y raza, igual que en su serie de Marilyn de
mitad de los noventa del siglo XX (Ingledew, 2006, p. 38).
Un autoconocimiento del propio yo, que evoluciona en el transcurrir técnico
y expresivo, se desprende de Joan Miró y su Autorretrato de 1917 (un tanto
fauve y expresionista, y en el que el artista aparece con chaqueta y pajarita
ajustada, símbolo de su condición pequeñoburguesa y disciplinada). El críti-
co Greenberg indicaba que este autorretrato, junto con el de 1937 y otro pos-
terior que acabó en 1960 con unas simples líneas negras que recuerdan desde
un sentido infantil su trayectoria surrealista y casi abstracta, fue para Miró una
forma de contemplarse a sí mismo a través del arte que iba transformando.
Fig. 3. John Deakin fotografía a
Francis Bacon (1952). Recupe-
rado de Stepan, P., ed. (véanse las
referencias).
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3. Entre selfis y autorretratos
En fotografía, el equivalente al autorretrato en pintura sería el selfi, accesible
desde cualquier dispositivo móvil que posea reflectograma en su cámara.
Saavedra (2017, p.197) indica que “la fotografía autotomada apareció desde
la segunda mitad de siglo XX”, unida a las nuevas tecnologías. Por su parte,
Muralo (2015) recoge que el término “selfie” se consolida con la entrega de
los Premios Óscar de 2014, cuando la popular presentadora Ellen DeGene-
res posó con algunos famosos y subió la foto a su cuenta de Twiter. Incluso,
Mirzoeff (2016, p. 37) indica que el Oxford English Dictionary anunció “selfie”
como palabra del año en 2013. En ocasiones, este género funciona como
autoconciencia, como una inserción del yo en el relato visual, aunque tam-
bién como vanidad y egocentrismo, lo que Fontcuberta (2017, p. 88) recoge
como “un arrebato de subjetividad que a menudo se equipara al narcisismo”,
del que ya hablaba Ovidio (1995, p. 59), y también como un guiño al estado
del ser, a la presencialidad, al testimonio histórico y hasta de regocijo a causa
de la maestría del autor. En la pintura, este género se distancia de la vertiente
académica hacia la exacerbada y expresiva época de vanguardias, en la que se
rompió con lo tradicional. Ejemplos de ello pueden ser el Autorretrato (1906)
de Karl Schmidt-Rotluff o el deformado Autorretrato (1971) de Francis
Bacon. A veces, el uso del expresionismo sirve para adentrarse en la dificultad
de encontrarse con la mirada directa del modelo o de uno mismo, pues las
vibrantes y enérgicas representaciones propias del estilo sortean esa dificultad
de miradas interiores. A partir de la mitad del siglo XX, una actitud teñida de
inconformismo feminista será palpable en muchas artistas, desde Frida Kahlo
hasta Eva Hesse, Louise Bourgeois, etc. (Escohotado, 2005, pp. 263-277).
Respecto a la fotografía, cuando John Maloof pujó en una subasta de 2007
por un montón de negativos jamás hubiera pensado que descubriría a Vivian
Maier, desconocida hasta la fecha y que el mundo en pocos años la situa-
ría donde merece (Lomography, 2018). A este respecto puede que existan
muchas/os Vivan Maier por descubrir, alejados de los círculos del arte con un
talento oculto. Vivian era una fotógrafa que se escondía ante su cámara, que
hizo del autorretrato una de sus virtudes, ya fuera en escaparates, de forma
indirecta a través de su sombra o jugando con los reflejos de tapas de ruedas,
retrovisores exteriores de coches y demás espejos con los que dar rienda
suelta a su peculiar forma de inmortalizarse y, a la vez, de generar una estética
diferente (Maloof, 2013).
El universo del autorretrato recuerda lo que decía hace dos mil quinientos
años Lao Tse (2002, p. 56, citado por Ching Hsiung Wu): “Quien conoce a
los demás es inteligente. Quien se conoce a sí mismo tiene visión interna”.
Es el rostro la esencia del retrato/autorretrato pictórico y fotográfico, y Le
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Breton (2009, p. 142), muy acertadamente, opina lo siguiente:
Vamos con las manos y el rostro desnudos y ofecemos a la mirada
de los otros los rasgos que nos identifican y nos nombran […]. La
singularidad del rostro evoca la del hombre, es decir, la del individuo,
átomo de lo social, individis, consciente de sí mismo, amo relativo de
sus decisiones, ante todo un “yo” y no un “nosotros”.
El análisis facial con sus rastros físicos y emocionales actúa como marcas
temporales, y, por supuesto, sucede una sincronía con nuestra mente y con
ese otro yo que tenemos frente a nosotros, donde entra la psique de cada uno
para dar conciencia real de quién es esa identidad o persona que en principio
conoces mejor que nadie. Se trata de unas huellas del rostro que bien supie-
ron madurar los romanos en el terreno de la escultura, en la que la máscara
del difunto, conocida como “máscara mortuoria”, copiaba con exactitud y
enaltecía el linaje de las familias patricias. Los monumentos funerios indi-
viduales en Roma influidos por el helenismo surgen al final del siglo II a. C.
pero, un siglo después es común ubicar bustos de muertos en nichos que re-
cuerdan los marcos de las ventanas (Barral, p.172). La máscara mortuoria se
convertirá en algo común en la primera centuria a modo de práctica extendi-
da por el Mediterráneo en aquella época, como una de las primeras manifes-
taciones del realismo en el arte (Kukahn, 1953), equivalente a los retratos
de El Fayum en pintura, que ofrecían en sus enterramientos un naturalismo
facial extraordinario.
López de Munain (2018) se detiene en una historia de rostros ante la muerte,
un poder del rostro desde época romana, pues la máscara puede ser portada,
custodiada, recordada, venerada, simula una presencia en su puesta en escena
que se apaga un tiempo, hasta la resurrección en el renacimiento, como en los
clípeos florentinos y retratos post mortem de los sepulcros, hasta alcanzar el
barroco, que se caracteriza por una contundente tipología fúnebre en escul-
tura. Personajes que gozan de reconocimiento y popularidad desde varias
esferas, como la literaria con Alighieri y Nietzsche, la política con Napoleón,
Lincoln o Lenin, y la artística con Beethoven, Gaudí o Hitchock, conectan con
lo que López de Munain (2018, p. 191) afirma al respecto: “El rostro del genio
plasmado en una máscara de yeso se convierte en un objeto preciado que los
nuevos coleccionistas ansían como si se tratara de una auténtica reliquia”.
Un género que bien supo explotar Picasso, que cultivó todas las técnicas en su
dilatada vida, ofreciendo en su libertad expresiva diversidad de autorretratos
pintados, además de que probablemente fuera el artista más fotografiado en la
historia del arte del siglo XX. Encontramos, por ejemplo, la visión del francés
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Lucien Clergue, con quien Picasso mantuvo una gran amistad y que retrató al
artista desde los años cincuenta del siglo XX, al igual que hicieron otros fotó-
grafos, como Irving Penn, que no podían resistirse ante esa atracción natural
que ejercía el genio malagueño.
Fig. 4. Irving Penn retrata a Pablo
Picasso (1957). Recuperado de
Stepan, P., ed. (véanse referencias).
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En este repaso temporal recordamos de nuevo a Le Breton (2009, p. 147),
que recoge ese sentimiento de envejecimiento y de resistencia interior, como
si todo envejeciera, aunque nuestra conciencia no suela acompañar, como un
sentimiento de juventud que quiere prolongarse, afirmando:
El rostro se convierte en confesión, confirma la sospecha. Después del
envilecimiento del rostro, solo queda pasar a los actos. El racismo
nunca es un pensamiento puro, sino un arma destinada a matar
simbólicamente a través del rechazo del rostro del otro. Para el racista
se trata de “manchar” esta parte “santa” del individuo. El rostro es una
totalidad, una gestalt única que no deja de modificarse. Toda
alteración lo destruye y fisura profundamente al hombre, que ya no
se reconoce, que no se atreve a mirarse a la cara. Menos dolorosas son
las heridas o las cicatrices, localizadas en otras partes del cuerpo,
aunque sean más graves. La ruptura de la sacralidad del rostro incluso
ocasiona el horror de los allegados. Lo sagrado implícito en la
fascinación cede su lugar a lo sagrado implícito en la repulsión.
En esta evolución del género, y unido a la corriente del hiperrealismo de fines
de los sesenta y principios de los setenta, en fotografía aparece lo que podría-
mos llamar “fotorrealismo” con autores como Chuck Close o Ron Mueck,
este último reconocido por sus célebres esculturas y por aplicar una precisión
técnica en el estudio del cuerpo humano a partir de una mezcla de materiales
de silicón, fibra de vidrio y acrílico3. Un dominio de la realidad sobrecoge-
dor. Close, por su parte, recoge formatos enormes de retratos, en un inicio
inclinado a recoger a sus amigos por sufrir prosopagnosia, a causa de la cual es
incapaz de reconocer caras4.
4 <htp://chuckclose.com/>
54
Inmaterial 10
La cultura del autorretrato en su desarrollo histórico
Artículo original
3.1. El sentido de la identidad escrita
Alejándonos de nuestra principal postura, son las autobiografías literarias
otra fuente del conocimiento intrínseco de uno, algo así como autorretratos
escritos. Es el caso de la célebre Vida de Benvenuto Cellini (2006, p. 33), pu-
blicada dos siglos después de su fallecimiento y que comienza con la siguiente
afirmación:
Todos los hombres de cualquier condición que hayan realizado algo
ejemplar, o que se asemeje de verdad a la virtud, deberían describir
su vida con su propia mano, de manera verídica y honesta. Pero no
debería iniciarse una empresa tan bella antes de haber cumplido
cuarenta años de edad.
Otro ejemplo es el compendio de cartas que Van Gogh va escribiendo en
primera persona a su hermano, desde la primera en La Haya, en 1872, hasta
la última en Arlés, en 1889. Existen también memorias escritas y esperadas,
como la que lanzó Gabriel García Márquez en 2002, Vivir para contarla; otras
han marcado a muchas generaciones, como El diario de Ana Frank, y las escri-
tas por líderes y distinguidas personalidades que por sus logros alcanzan esta-
tus y reconocimiento en la sociedad, acompañadas, a veces, por una labor de
marketing. Pero el autorretrato del instante, vivido en el momento del propio
universo de la imagen, se aleja de lo que la narrativa desarrolla a lo largo de
una extensa biografía. En este apartado de narrativa existen novelas de ficción
en las que el sentido del yo es el hilo conductor, por ejemplo, en Robert Gra-
ves y su novela Yo, Claudio, narrada en primera persona y que sitúa al lector
en esa época apasionante de la historia de Roma. Época clásica a la que habría
que remitirse para poner los cimientos en las autobiografías de Marco Aurelio
(con sus Meditaciones) y San Agustín (con las Confesiones). En otro sentido,
tenemos El retrato de Dorian Gray, de Oscar Wilde, en la que apuntamos las
palabras que Lord Henry le dice a Dorian Gray, en la que asistimos a cómo el
retrato que Dorian tiene en su casa de sí mismo envejece y él sufre todos los
males a causa de su alter ego, su propio retrato, que por su vanidad y narcisis-
mo va deteriorando su interior al contemplar la obra cada día (Wilde, 1997,
p. 161). Este episodio breve de ficción lo cerramos con otra novela titulada El
retrato, de Ian Pears, con un protagonista y crítico influyente que acude con
los años a ver a un viejo amigo para que lo retrate. Es en ese acto donde se
revelarán oscuros pasados que salen a la luz. “Las personas no pueden decir
la verdad sobre ellas mismas, porque no la saben” (Pears, 2005, p. 74), y esa
puede que sea una de las razones por la que los pintores se buscan a sí mis-
mos, junto con el espíritu de inmortalizarse y perdurar, además de someterse
y descubrir uno de los ejercicios pictóricos más complejos como es el retrato
de uno mismo, ya sea frente al espejo, ante una fotografía o el ordenador.
Inmaterial 10
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E. Mena García
Una visión romántica se podría asociar a los escritos de Edgar Allan Poe y a
muchas de sus descripciones, como las de la obra El retrato oval, que recoge
un cuadro acompañado de la muerte. El argumento se basa en la historia
de un hombre que se refugia con su criado en un castillo semiabandonado,
descubre entre la noche cerrada y las luces producidas por un candelabro el
retrato oval de una joven, la cual lo hizo sobresaltar por su “absoluta posibili-
dad de vida” (Poe, 2007, p. 9), ya que esa bella joven, enamorada del pintor,
obedecía sin moverse mientras pasaban los días. El entusiasta pintor, que no
descansaba, quedó “pálido y tembló” porque al finalizar ella estaba muerta.
La novela gráfica también ofrece ejemplos magníficos donde se conjugan lite-
ratura e ilustración, como ocurre en Persépolis (2003), cuya autora, Marjane
Satrapi (2009), se recoge a sí misma a modo de novela autobiográfica para ha-
cer una crítica de la situación de su Irán natal. En la obra, Satrapi aparece con
diez años en 1980, cuando sufre una situación de cambio de Gobierno que
lleva a un conflicto y pérdidas de libertades, y todo ello lo cuenta la autora a
través del cómic literario. Unas aventuras amargas en las que Satrapi se repre-
senta autorretratándose constantemente, de modo que es posible ver cada
una de las transformaciones físicas que van llegando con el paso del tiempo,
especialmente la marcada peca que posee en el rostro.
4. La contemporaneidad del género
El retrato sufre una ruptura a finales del siglo XIX, cuando la verosimilitud se
diluye, como indica Rodríguez Moya (2010, p. 50), y el reconocimiento físi-
co, social e incluso intelectual y espiritual no tienen importancia en las nuevas
vanguardias. A partir de esa pérdida de ilusión de realidad, comenzamos con
una era contemporánea que rompe con la identidad hasta entonces conocida,
por lo que el retrato “en general muestra paradójicamente una clara tendencia
a la fragmentación, duplicación, seriación, disolución e incluso desaparición
de las formas humanas” (Rodríguez, 2010, p. 52).
Por ejemplo, la obra de Frida Kahlo titulada Las dos Fridas (1939) contiene
un doble autorretrato y puede servir como ejemplo de cómo el arte con-
temporáneo busca su lugar desde la ruptura con todo lo anterior; un juego
surrealista de corazones y vestidos que simboliza la separación de Kahlo y
Diego Rivera, junto con su origen mexicano y alemán. Pintura que exterioriza
sus emociones, como la serie de Picasso de mujeres de grandes lágrimas que
caen, como en el Retrato de Dora Maar (1937), una fascinación de Picasso
hacia el género en la que transmite composición y color como conductores
de los estados de ánimo del pintor ante sus mujeres y amigos y de sí mismo,
identificado con Rembrandt por su prolífica colección y, a la vez, alejado de
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La cultura del autorretrato en su desarrollo histórico
Artículo original
él. Sus retratos grotescos a modo de caricaturas alcanzan un sentido expresivo
distinto a lo visto hasta entonces, e incluso se ha llegado a decir que es en sus
retratos “donde se condensa toda la esencia de su obra” (Graell, 2017).
Desde otro punto de vista, podríamos adentrarnos en la psicología del yo
fundada por el discípulo de Freud Heinz Hartmann y desentrañar conceptos
como el del ego y el self (definido como ‘sí mismo’), núcleo de la personalidad
de lo inconsciente y lo consciente, etc. (Tessier, 2010). Por ejemplo, solo en
la posmodernidad fotográfica sorprenden artistas que rastrean y reflexionan
alrededor de este género del retrato. En 1995, el fotógrafo Hendrik Kerstens
da inicio a un proyecto en el cual usa a su hija Paula como modelo para un
retrato. Ortega asegura en su web que “no podemos ningunear la relación
que existe entre la fotografía y la pintura, sabemos que muchos fotógrafos
se basan en pintores como referente para sus trabajos y viceversa” (Ortega,
2012), y así es como actúa Kerstens, que recuerda a los maestros y paisanos
holandeses del siglo XVII, como Veermer o Rembrandt, por su similitud en
los toques de iluminación, composición y el atrezo a partir de cualquier cosa
reutilizable, de desecho o uso doméstico.
Otra fotógrafa que busca un fin parecido es la argentina Romina Ressia, pero con
la salvedad de que ella combina en sus retratos esa apariencia clásica con comple-
mentos actuales y frescos, y lo hace con toques de humor (Miranda, 2016).
Fig. 5. Hendrik Kerstens, Red
Rabbit IV, February, 2009.
Danziger Gallery. Recuperada de:
com/cultura/2013-07-30/como-
acabar-con-la-deuda-de-una-ciu-
dad-vender-las-pinturas-de-su-
museo_13862/>.
Estos retratos recuerdan a los de la serie que hará Anna Fox bajo el título
Zwarte Piet (en referencia al paje negro que ayuda a San Nicolás a repartir
regalos en los Países Bajos y Bélgica, en cuya cultura está presente), alusiva a
la tradición de retratos del siglo XVII, con un origen o procedencia estableci-
da en la ocupación española. Un anacronismo sarcástico en estas fiestas, no
libres de polémica por el racismo, la esclavitud y colonialismo que arrastran
y que el retrato fotográfico puede denunciar, como tantos retratos o auto-
rretratos de denuncia o de muestra del inexorable paso del tiempo a modo
biográfico. Ese es el caso de Alberto García-Alix, que en 2013 se recogía a sí
mismo en la exposición de La Virreina Centre de la Imatge de Barcelona y, al
año siguiente, en PHotoEspaña.
En otro sentido, y según afirma Keith Moxey, desde el concepto de mímesis
el retrato es interrogado por diversos artistas contemporáneos, como hizo
Cindy Sherman en 1989, cuando se autofotografiaba con la apariencia de
retratos famosos del Renacimiento a base de extravagantes disfraces que paro-
diaban el arte tradicional y clásico. En otras, Sherman genera una crítica sobre
el papel social y el rol femenino en una sociedad mediática. Sin embargo, el
concepto de mímesis total lo alcanza el fotógrafo Hiroshi Sugimoto en 1999
fotografiando las figuras de cera del museo de Londres Madame Tussauds,
retratos de personalidades importantes inspirados en el pintor Hans Holbein
y su círculo en el siglo XVI (Moxey, 2015, pp. 171-175).
El caso de la joven artista murciana Fátima Ruiz apunta en la misma direc-
ción, apostando por el autorretrato con un carácter sombrío y macabro que
recuerda a una postura romántica y gótica a base de fotografías que exploran
el tenebrismo de Caravaggio o la etapa final de Goya, con sus fantasmas y
horrores. En una de sus obras, Ruiz se inclina por el “revival” posmoderno: la
fotografía Narciso (2017), en la que el apropiacionismo es uno de sus pilares
de retroalimentación, y cuya premisa de muerte y eternidad es buscada entre
tradición cristiana y mitos. Un indicativo de que el género, en la actualidad,
absorbe la historia y la reinterpreta constantemente.
Contador García (2018) señala la dicotomía entre pintura y fotografía —o
viceversa—, que el arte se retroalimenta, por lo que existe una autoayuda mu-
tua que bien saben aprovechar artistas como Ouka Leele, que combina ambas
disciplinas (Luzán, 2008).
En la película Final Portrait. El arte de la amistad (2017), que explora el retrato,
el artista Alberto Giacometi, interpretado por Geoffrey Rush, lucha a lo largo
de todo el film ante el intento de retrato para el que posa el crítico de arte es-
tadounidense James Lord, interpretado por Armie Hammer, con un deshacer
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Inmaterial 10
La cultura del autorretrato en su desarrollo histórico
Artículo original
continuo del rostro justo cuando su modelo piensa que la obra está finalizan-
do, la cual se va retrasando. Aun así, la paciencia del crítico es abrumadora ante
ese Giacometi en sus últimos años de vida que disfruta de cierta fama y que
Fig. 6. Fátima Ruiz, Narciso
(2017). Portada del catálogo
tiene los delirios de un genio, sumido en cierta incapacidad de concentración y
Panorama 4 del CENDEAC
disciplina de trabajo. La película muestra esa constante prueba para adentrarse
(Murcia).
en el carácter y ser de Giacometi, el cual sorprendió al mundo con una serie
Fig. 7. Cindy Sherman, fotograma
de retratos demostrando el complejo acceso del alma afrontada, cuyo obstácu-
sin título n.º 21 (1978). Recupe-
lo supo resolver con exquisito gusto y conocimiento del retratado.
rado de Stepan, P., ed. (veánse
referencias)
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5. Discusión
Respecto al género del autorretrato, no es hasta la llegada del Renacimiento
cuando se muestra un mayor compromiso, erigido gracias a la irrupción de
la autoría y al reconocimiento del artista como profesional. El autorretrato
como tal continuará con éxito hasta sufrir un punto de inflexión con la llegada
de la fotografía, un género que al igual que sucede con la pintura se convertirá
pronto en referente abrumador, en el que de su impresión emana vida, en esa
expresión dominante y congelada, l’aria de la cara (Gombrich, 207, p. 65).
Hay ciertos elementos para tener en cuenta, aunque el del espejo es el más
indiscutible. Los ejemplos citados de retratos y autorretratos jugando con los
espejos han proporcionado a lo largo de la historia del arte un mejor conoci-
miento propio y la creación de obras auténticas, de igual manera que sucedió
en tantos otros casos, como en el de algunos pintores impresionistas como
Degas, cuya obsesión por las bailarinas en La clase de baile (1871), La lección
de ballet (1881), Mujer ante el espejo (1899), etc., lo condujeron a una mayor
capacidad de mirar —a “saber mirar”, casi a modo de voyeur—, de indagar en
los movimientos, posiciones y formas con las que disfruta quien hace detener
el tiempo en su deleite y recreo.
En ocasiones, los espejos resultan ser mágicos, como cuando en Alicia en el
país de las maravillas la protagonista se sumerge a ese otro mundo a través de
él; en cuentos infantiles como el portado por la malvada madrasta de Blan-
canieves, que, al igual que el personaje de Dorian Gray o que en las pinturas
donde se refleja la muerte, suele ser un espejo de horror o de conexión con
el lado oscuro de los seres humanos, e incluso como recordatorio del ciclo
natural, que siempre llega a su fin.
Otro elemento por considerar es la irrupción de la fotografía en el siglo XIX;
de hecho, tal es su fuerza que solo con remitirnos a la fotografía digital desde
el estudio del rostro, como recoge López de Munain (2018, p. 22), podemos
explorar con mucha más intensidad y acierto la evolución del paso del tiem-
po. Un ejemplo de ello son los conocidos daily photo projects, que muestran
esa secuencia diaria de vida-muerte que sufre un rostro, la misma que exhibe
magistralmente el director Paolo Sorrentino en 2013 con La gran belleza,
donde el protagonista, Gambardella, acude a una exposición de un artista que
lleva toda la vida fotografiándose, por la que se sobrecoge y acaba cautivado5.
Otro aspecto clave de este análisis final es la irrupción de las vanguardias his-
tóricas, un momento de inflexión que hace replantear otros estados o formas
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La cultura del autorretrato en su desarrollo histórico
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de ver el género. El uso por parte de las mujeres del género del autorretrato,
el cual arrastra un potencial desde las pintoras del Renacimiento, las empo-
dera, ya que puede ajustarse a esa reivindicación y funcionar como un arma
de igualdad en el arte, que trasciende más allá. Posiblemente, el género del
retrato/autorretrato sea el más influyente de todos los géneros en la visibili-
dad de la mujer.
Desde un sentido profundo del género, existe un estado distinto en el ser
humano cuando este usa el autorretrato o selfi, por lo que matizamos tres
aspectos en el autorretrato. En primer lugar, esos yoes donde se descubre la
identidad del artista, desde su fragilidad hasta su integridad y determinación,
en una evidencia del alter ego o de descubrirse ante los demás, como de auto-
revelación, así como de crítica, como el “activismo visual” que, por ejemplo,
despliega el fotógrafo Samuel Fosso con su actitud ante la historia del hombre
blanco y negro desde el colonialismo, o la fotógrafa Zanele Muholi frente a
la identidad de género y sexual (Gombrich, 2007, pp. 61 y 255). En segundo
lugar, el estado de salvación, catarsis o purificación, con una connotación
espiritual con uno mismo, transcendente. En tercer lugar, la prueba del estado
puro de la técnica, la entrega facial en la que se sumerge con sumo detalle y el
análisis gratuito de la problemática identitaria, garantía del retrato, y prueba
también de su destreza a modo de carta de presentación. Aunque la técnica
pueda conducir a la caricatura, “aspira a la máxima semejanza del conjunto de
una fisonomía, al tiempo que se cambian todas las otras partes componentes”
(Gombrich, 2007, p. 13).
El autorretrato como interpretación visual conlleva un giro icónico, como
asegura Moxey (2015, p. 131), dado que la historia y su tiempo nos exigen
formas de comprensión diferentes, nuevas narrativas, cuyas “imágenes se
escapan de la historia, que siguen actuando como agentes culturales a través
del tiempo y que su interés no se limita al contexto de su situación cultural
original o a unos horizontes históricos específicos”. Esto sucede con icóni-
cas imágenes de autorretratos célebres de Van Gogh y Frida Kahlo, que han
asumido otro rol en campos que jamás se hubieran imaginado del diseño y la
publicidad. Este apropiacionismo es recurrente en el mundo publicitario, el
cual colabora en ese guiño con la historia del arte (Mena, 2016, pp. 91-114).
El acto icónico —y más con este género del retrato y autorretrato— es como
representar un acto expresivo, una tensión que convierte en lenguaje ese
papel con el espectador. Bredekamp (2017, pp. 35-36) se refiere a la imagen
como aquella que habla, ocupando la imagen tal fuerza dada su interacción
con el observador que pasa “de la latencia a la exteriorización del sentimiento,
el pensamiento y la acción”.
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Para Brea (2003), la publicidad a veces recoge o pone de manifiesto el
ejemplo de identidad, como en la biografía propia de cada uno de nosotros;
un valor al alza en el mundo contemporáneo, cuya megaindustria del entra-
mado internauta de “ver y ser visto” con el potente mercado visual de redes
sociales como Facebook, Instagram, Twiter, Flickr o Myspace genera un auge
en selfis inimaginable hace veinte años y que provoca cierta adicción. A este
respecto, Colorado (2013) indica:
El auge del autorretrato en estas primeras dos décadas del siglo XXI
tiene que ver con una sociedad occidental narcisista y también con
un cambio en la percepción del pudor: la capacidad de diferenciar
entre lo público y lo privado, lo que puede compartirse y lo que es
mejor dejar como parte de la esfera personal reservada.
Esa urgencia del autorretrato tiene el lado psicológico a estudio, ya sea en
fotografía o en pintura, y muchas veces teatralizado, como si se tratara de una
performance, ya que en las redes el verdadero y auténtico ser se camufla en
poses, montajes y retoques, alejado de la realidad de cómo es uno, aunque
a su vez conecta con el mundo porque es la demanda y vorágine por la que
transita la cultura visual. Lo ejemplificamos a través de campañas publicita-
rias como la de United Colors of Beneton, que refleja la multiculturalidad,
además de las de otras marcas que apuestan por rostros conocidos; el citado
apropiacionismo en la historia del arte, como el rostro de la infanta Margarita
en Las meninas, de Velázquez, el cual ha puesto su identidad en marcas como
Coca-Cola, Fanta, el whisky Black and White o Chupa Chups, etc.
El retrato es, sin duda, uno de los géneros que mayor complejidad entrañan,
y para muchos el autorretrato todavía conlleva más dificultad, sobre todo por
el marcado proceso de conocimiento de uno mismo, de sabiduría técnica y de
inmortalidad, y a cuyos espejos (y los reflejos que estos devuelven) debemos
tanto, pues en ellos recogemos nuestra vida visual. Hay un desenfreno tal en
el selfi digital que roza lo patológico. Según Broullón-Lozano (2015, p. 228),
para que una fotografía se considere selfi debe ejecutarse con la propia mano,
aunque es admisible el palo/bastón que prolonga la cámara y favorece el en-
cuadre, ya que son habituales las composiciones desajustadas y forzadas, cuya
estructura estética camina hacia la afirmación de la individualidad, cuando no
del ego, marcando en la sociedad del siglo XXI un obsesivo culto al cuerpo,
así como utópicas construcciones de belleza ligadas a la potente cultura visual
de consumo.
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La cultura del autorretrato en su desarrollo histórico
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Para Mirzoeff (2016, p. 37), “el selfi no llama la atención porque sea nuevo,
sino porque expresa, desarrolla, expande e intensifica la larga historia del
autorretrato”, lo cual representa la tensión de nuestras emociones.
Lo cierto es que el autorretrato y el retrato han perdurado y continúan muy
presentes como “eco de un suceso originario que fija una existencia, huella
del interés del ser humano por saber la historia de cada cara” (Martínez-Arte-
ro, 2004, p. 23). Un intento en ocasiones de representar el miedo a la muerte
y aferrarse a la vida, la propia existencia como acto de estar. Afirma Martí-
nez-Artero (2004, p. 263) que, en la controversia de esta sociedad plenamen-
te visible, “se hace más palpable la constante necesidad de imitar y representar
la apariencia”, no solo de supervivencia o de memoria, sino también de
individualidad que transita en esa identidad de la que proyectamos nuestro
ser al mundo, proyectada como carta de presentación muy cuidada en líderes
de opinión, modelos, políticos, etc. En consecuencia, aunque no seamos sufi-
cientemente conscientes de ello, tenemos la responsabilidad de su causa-efec-
to, y la tienen tanto el que dispara la foto o pinta el rostro de alguien como el
que se enfrenta a la cámara como modelo y acusa el efecto o consecuencia del
resultado. La fuerza de la cultura visual, puede hundirnos o elevarnos hasta
cotas a las que posiblemente seamos ajenos.
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La cultura del autorretrato en su desarrollo histórico
Artículo original
Enrique Mena García
UCAM (Universidad Católica San Antonio
de Murcia)
Doctor en Historia del Arte en la especialidad de
pintura y licenciado en Publicidad y Relaciones
Públicas por la Universidad de Murcia, ha sido
coordinador en una galería de arte y guía oficial de
turismo, especialista en conservación y gestión del
patrimonio cultural. Pertenece al Grupo de Inves-
tigación Interdisciplinar en Didácticas Específicas
de la Universidad Católica de Murcia (UCAM), y
sus intereses se mueven entre la publicidad, el arte,
el patrimonio, lo contemporáneo y la educación,
sobre los que ha impartido numerosas confe-
rencias y publicado artículos. Es profesor de la
UCAM, en el Grado de Educación, concretamente
en las asignaturas de Expresión Plástica y Visual;
Plástica y Artística, Introducción al Marketing
Cultural en el Seminario de Doctorado y coordina-
dor del Área de Expresión Artística y Dibujo en el
Máster de Formación del Profesorado.
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